Fue en Playa Manteca,
una cárcel de la provincia Holguín, mi provincia. Estaba en una celda de
castigo y me aburría. Un par de ideas, de esas que van pasando del gris
apaisado al negro vertical, empezaron a sobrevolarme, y no me gustaba nada el
modo en que iban corroiéndome, como la bruta carcoma se ensaña con la madera
desarmada. El cocinero que nos repartía la comida me preguntó si tenía cigarros
apuntados fuera en la guardición. Y sí, tenía cigarros apuntado fuera. “Hay un
tipo ahí que cambia libros de esos que pesan una tonelada y los cambia por
cigarros”. Ulloa tenía esa costumbre de magnificarlo todo. “Dile que me mande
un par y que le doy dos cajas de Populares nuevecitas”. Al otro día como a las
11, la hora del almuerzo, Ulloa me trajo dos novelas. Me faltaban como dos
semanas para salir de la celda de castigo. Era mi primera celda. No llevaba ni
un mes en el penal y ya me vi forzado a fajarme con tipo que se creyó
coger mangos bajitos con el que acababa de llegar. El muy... Bueno, el caso es que
entré en El conde de Montecristo y Edmund Dantés y yo nos hicimos amigos. Y el abad Faria. Y hasta
llegué a enamorarme de Mercedes, la muchacha de Marsella (creo que era de
Marsella). Confié y esperé. Y de un libro fui pasando a otro, y era feliz y
ocurrió que esas ideas que al principio parecían dispuestas a convertir mi vida
en algo feo, se me fueron diluyendo poco a poco hasta quedar en un recuerdo
lejanísimo. Fueron ellos los que me salvaron la vida y quizás esté hoy por acá
por este lado porque se lo deba todo a ellos. Luego mamá empezó a llevarme
libros de autores rusos y franceses y americanos, y me sentía en una prisión
pero libre, sobretodo libre de no pagar una penitencia tan alta. Más tarde salí
de aquella prisión convencido de que hay una sustancial diferencia entre las
cárceles de fuera y las cárceles de dentro. Las de dentro a veces resultan ser
muy peligrosas, cierto, pero si a tiempo nos visita un amigo como Edmund Dantés
o Raskolnikof, o el amigo Manso, entonces no todo está perdido y hay que
continuar agradeciendo que el sol salga cada mañana para volver a encontrarnos
con ellos. ¿Lo demás? Seguir en el río, escuchando la música de su corriente y
confiar y esperar con la paciencia del hijo de Alejandro Dumas padre. ¿Esperar
qué? No lo sabemos. Esperar nada, y seguir viajando con las palabras que pueden
llegar a liberarnos de cualquier prisión por incómoda y terrible que sea.
Hermoso texto. Y muy emotivo sin caer en los burdos sentimentalismos.
ResponderEliminarIrene